Otto Maduro. Agenda Latinoamericana.
Muchas personas y comunidades soñamos hoy con un futuro sin hambre, sin desempleo, con vivienda, transporte, comida, trabajo, descanso, atención médica, salario, vacaciones anuales y jubilación decentes y estables. Un futuro donde quede más tiempo, energía y tranquilidad para quererse y para disfrutar sanamente la compañía de gente querida. Un futuro con pocos miedos, cada vez menos violencia, más ocasiones de esperanza y más alegría de vivir. Un futuro liberado de la mayor parte de los dolores, las injusticias, la violencia, las divisiones, los miedos, los abandonos y los egoísmos destructivos que plagan crecientemente nuestro mundo en estas décadas de apartheid y guerra globales. Un futuro digno de ser celebrado en gratas fiestas. Un futuro cada vez más presente por el cual dar gracias a Dios, fuente de vida abundante.
Pero, ¿cómo llegar a un tal futuro?, ¿cómo construirlo juntas/os?
Ciertamente no es cosa fácil.
Permítaseme sugerir aquí que una de varias razones por las cuales no es fácil construir esos caminos de liberación soñados por tanta gente es por la manera como usualmente conocemos nuestra realidad.
Con frecuencia pensamos que para mejorar la vida basta con ponernos de acuerdo en cuáles son los problemas más urgentes y las soluciones más realistas y cómo vamos entonces a dividirnos las tareas... y ¡manos a la obra!
Desafortunadamente, esa manera de pensar «funciona» (y eso sólo a veces) sobre todo si la realidad toda va en una trayectoria que nos resulta bastante aceptable y lo que hacemos es «aprovechar» esa dirección de nuestra realidad para beneficiarnos de algunos aspectos de la misma. En otras palabras, esa manera de pensar los cambios «funciona» sobre todo si nadamos con la corriente, no contra ella.
Pero cuando la realidad se mueve en un sentido predominantemente destructivo y excluyente –como es el caso para las mayorías que sufren hoy en carne propia las injusticias de los sistemas sociales predominantes– entonces las cosas se tornan muchísimo más enmarañadas.
Esto es buena parte de lo que quiero sugerir aquí.
Conocer la realidad para transformarla, cuando tal realidad es orientada por valores, intereses y presiones contrarios a los cambios que deseamos y buscamos, es tarea sumamente difícil y complicada. Es exactamente nadar contra la corriente.
Hay un aspecto importantísimo de este nadar contra la corriente: las maneras como usualmente vemos, conocemos y nos relacionamos con nuestra realidad son maneras moldeadas, condicionadas, influidas por la mismísima realidad que decimos querer cambiar.
O, dicho de otra manera: la manera como conocemos las realidades que queremos cambiar son maneras de conocer producidas por esa misma realidad, a imagen y semejanza de esa misma realidad; son maneras de conocer que sirven, sobre todo, para confirmar y fortalecer (no para cambiar) la realidad predominante. Más grave: los modos como usualmente conocemos las realidades que queremos cambiar no sirven para cambiarlas. Para lo que sirven es para reafirmar y defender la realidad dominante. Peor: es imposible cambiar el mundo si persistimos en conocerlo con las formas normales, usuales, comunes, corrientes y «naturales» de conocer.
Conclusión provisional: para poder cambiar el mundo en el que vivimos tenemos que ir transformando profundamente, al mismísimo tiempo (no después), nuestro modo de ver la realidad, de conocerla, de apreciarla, de relacionarnos con ella. Y para poder lograr esto, es preciso un esfuerzo duro, difícil, complicado y continuo, de nadar contra la corriente: de irnos ayudando mutuamente a descubrir cómo es que conocemos la realidad y nos relacionamos con ella; cómo es que estas maneras «normales» de conocer y relacionarnos con la realidad surgen de la misma realidad que queremos cambiar y cómo ayudan a reafirmarla y reforzarla (en lugar de cambiarla)… y lo más arduo: cómo ir entonces desarrollando nuevas (o viejas y olvidadas) formas de conocer y relacionarnos con la realidad que sí contribuyan de verdad a ir gestando desde ya, poco a poco, paciente y humildemente, en varios sitios a la vez, desde la vida cotidiana de mucha gente sencilla, esa vida decente que soñamos para todas/os.
Hay un viejo adagio que reza «el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones». Sin quererlo, sin darnos cuenta, y también sin querer darnos cuenta, podemos fácilmente terminar haciéndole daño a los demás con todas las buenas intenciones de hacerles bien.
Le damos una paliza brutal a una hija para que se vuelva obediente y nos extrañamos de que el gobierno mande a la policía a torturar a quienes le desobedecen. Hacemos chistes de un vecino homosexual y luego queremos que se nos respete cuando pensamos de forma diferente a los poderosos o a la mayoría. Hablamos mucho de igualdad y nos parece normal que sean principalmente mujeres quienes cocinen, sirvan, limpien y cambien pañales.
Criticamos las jerarquías antidemocráticas en la política y aceptamos las de la casa y las de la iglesia. Protestamos la violencia y la injusticia de los gobiernos que no nos gustan y guardamos complaciente silencio ante los abusos y la acumulación de poder en manos de un gobernante con el cual simpatizamos, un partido al cual pertenecemos, una amiga sindicalista o el primo que le pega a su compañera.
¿Acaso no hemos vivido contradicciones semejantes? Sin quererlo, sin saberlo y sin querer saberlo tampoco, pero, de hecho, «destruyendo con los pies lo que construimos con las manos».
Todas y todos quisiéramos ser parte de procesos de liberación muy claros, lineales, sin ambigüedades ni conflictos ni retrocesos ni víctimas.
Perdónenme por proponer una perspectiva aguafiestas. Esos procesos no existen. No han existido nunca. No existirán jamás. Los procesos de liberación que existen, que han existido y que existirán son procesos humanos. Y como tales, son complejos, ambiguos, llenos de contradicciones, conflictos y retrocesos. Son dinámicas frágiles, falibles y vulnerables.
O, para expresarlo de otro modo, los procesos de liberación no son sólo procesos liberadores. También contienen y generan muchas dinámicas que no son nada liberadoras. Dinámicas abusivas, divisionistas, jerárquicas, de privilegio, etc. Dinámicas machistas, autoritarias, antidemocráticas. Y los procesos de liberación rara vez se mantienen como tales, como procesos de liberación, más allá de una generación, si acaso: imperceptiblemente, poco a poco, un número creciente de líderes va olvidando los fines originales y los va usando cada vez más como meras justificaciones de sus propios intereses; quienes ven y denuncian tales procesos son criticados, marginados, expulsados (o peor: perseguidos, encarcelados, exilados, torturados, desaparecidos); y muchos medios originalmente repugnantes (como el uso de las armas) dejan de ser medios para convertirse en fines en sí mismos, en ídolos. ¿No es ésa la historia de muchas religiones, revoluciones y organizaciones caritativas?
Supongamos por un momento que, en realidad, desafortunadamente, cualquier proceso de liberación sea ambiguo, complicado, pleno de conflictos, incoherencias, retrocesos y víctimas.
La manera predominante de conocer la realidad casi seguro nos llevará entonces a la conclusión de que ¡¿para qué embarcarse entonces en procesos de liberación?! Mejor aprovecharnos del sistema o buscar la salvación individual en la vida después de la muerte.
Esa es la manera de pensar que más conviene a un sistema social injusto y destructivo como éste en el cual vivimos hoy. Una manera de conocer que desconoce que dejar al mundo como está es una opción todavía más llena de víctimas, ambigüedades, conflictos, incoherencias y retrocesos.
Pero hay otros modos posibles de conocer la realidad y de relacionarnos con ella. Por ejemplo, reconocer humildemente, sinceramente, que es mucho más lo que desconocemos que lo que conocemos. Reconocer que todo conocimiento de la realidad es siempre incompleto, provisional, interesado, creativo y polémico. Que todo conocimiento quizá podría y debería –para ser genuinamente liberador, verdaderamente atento a toda persona, comunidad, cultura, clamor y sueño– permanecer abierto a cambiar, a ser cuestionado y criticado, a ser enriquecido y transformado, a perecer incluso, para servir de fértil abono a nueva vida, nuevas intuiciones, ideas, opiniones, sugerencias, valores y dinámicas humanas.
Que ninguna manera de conocer debería tornarse rígida, sectaria, excluyente, única, ni prepotente –si es que de verdad quiere estar al servicio de procesos hondos, autocríticos, democráticos y no-violentos de liberación creciente de la raza humana; no a favor de nuevas jerarquías, privilegios, opresiones y exclusiones.
¿Qué tal una especie de «cambio en el cambio»: desarrollar dinámicas colectivas, periódicas y continuas de revisión humilde y crítica fraterna de las muchas maneras opresivas en que conocemos la realidad y nos relacionamos con ella? Quizá sea interesante desarrollar una actitud espiritual, tanto individual como comunitaria, de buscar constantemente y corregir a diario las múltiples maneras como el sistema de opresión (capitalista, clasista, machista, heterosexista, racista) se nos va filtrando imperceptiblemente hasta en los pequeños gustos, los grandes amores, los más hondos temores, las diarias repugnancias y las secretas ambiciones. Posiblemente de allí surjan buenos ejemplos de maneras realmente liberadoras, vivificadoras, humanizantes, de conocer la realidad para cambiarla mientras se la va cambiando. Modos de conocer y relacionarnos con la realidad que, en sí mismos, encarnen y realicen aquí y ahora –en pequeñito– el sueño de un mundo en que la cooperación, la solidaridad, la ayuda desinteresada mutua, el respeto a la diversidad, la humildad, la alegría y la ternura le ganen la partida, poco a poco (desde la casa, el barrio, la escuela, la oficina y la iglesia), al abuso, la arrogancia, la violencia, la explotación y la indiferencia.
Por supuesto: es seguro que algo, mucho, o todo lo que aquí sugiero está (al menos parcialmente) equivocado. Pero ¿no es acaso del constante debate democrático entre las más diversas formas de conocer la realidad como pueden emerger nuevas, fértiles, interesantes, pequeñas verdades que nos ayuden a encontrar mejores maneras de convivir humanamente que las que hasta ahora hemos hallado, construido y reforzado?
Si estas provocaciones para repensar las relaciones entre conocimiento y liberación contribuyen a ese debate, quizá habrán entonces valido la pena. Si no ¡mejor echarlas al cesto de la basura!
Otto Maduro (omaduro1o@netscape.net)
Nota: el autor ha publicado un libro, Mapas para la fiesta, que intenta desarrollar estas ideas mucho más amplia, específica y detalladamente. Se puede conseguir en español en Argentina (Centro Nueva Tierra), Venezuela (Centro Gumilla), Colombia (CINEP) y Estados Unidos (AETH); y en portugués en Brasil (Editora Vozes).
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