martes, 1 de febrero de 2011
LOS MEXICAS
. Ignacio Bernal
En 1427 los mexicas eligen un nuevo rey, Izcóatl, que era hijo de Acamapichtli, el primer rey mexicano, y de una esclava. Éste es el único caso en el que subió al trono un hombre que no tuviera por madre una mujer de sangre tolteca; la elección se debió seguramente a las cualidades del candidato, cuyo genio militar y cuya habilidad política debían, en los trece años de su reinado, transformar el destino de su pueblo.
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Con motivo de la querella entre los hijos de Tezozómoc, los diferentes "gobiernos en exilio", causados por las conquistas de aquél, comprendieron que era el momento de volver a sus diferentes países y de liberarse del yugo de Azcapotzalco. Entonces se forma una alianza entre los mexicanos y varios otros grupos. De éstos, con mucho el más importante es el que representaba a la antigua dinastía chichimeca que había reinado sobre Tezcoco hasta la derrota de Ixtlilxóchitl, que ya hemos relatado. Los aliados obtienen la neutralidad de algunas de las ciudades tepanecas y, después de una guerra en extremo difícil, Azcapotzalco mismo fue tomado en 1428. Esto no marca el fin de la contienda, ya que Maxtla se refugió en Coyoacan y en sitios más lejanos, hasta que por fin es derrotado definitivamente en 1433. Entonces, Nezahualcóyotl puede regresar a Tezcoco e inicia el largo reinado que no había de terminar sino con su muerte en 1472.
Los despojos de los tepanecas vencidos y su vasto imperio se reparten entre los tres vencedores principales: México, Tezcoco y Tacuba como cabeza de las ciudades tepanecas que apoyaron a la alianza.
En 1434 se forma la triple alianza compuesta por esas tres ciudades que deciden unirse para siempre, conquistar en común y repartirse el botín de acuerdo con un porcentaje especificado. Durante el reinado de Nezahualcóyotl y debido a su prestigio personal, la alianza funciona mal que bien; pero a su muerte los señores mexicanos se convierten cada vez más ya no en miembros de una alianza sino en jefes de ella. En realidad, a la hora de la conquista española, dos de los antiguos aliados estaban a punto de convertirse en sujetos del tercero.
Con el motivo de este nuevo estado de cosas en el Valle de México, las tres potencias aliadas se distribuyen los títulos y los grados: Itzcóatl de Tenochtitlán se adjudica el título más ilustre de todos: culhuatecuhtli, o sea, el señor de los culhuas. A primera vista puede extrañar este nombre; pero recordemos que Culhuacan, o sea la capital de los culhuas, era el sitio donde se había conservado viva la dinastía tolteca. Por lo tanto, al adoptar este título, Itzcóatl se hace llamar señor de los toltecas y cierra en su favor la larga "guerra de la sucesión tolteca". Esto indica inmediatamente que México se considera, desde este momento, la legítima representante de la vieja cultura y la heredera, en todos los sentidos, de la gloria tolteca. Es por ello que los caciques del río Grijalva, al hablar de México por primera vez ante Cortés, lo llaman Culhua, cosa que muy naturalmente no pudieron entender los españoles y, como dice Bernal Díaz, "como no sabíamos qué cosa era México ni Colhua mal pronunciado, dejábamoslo pasar por alto".
Una vez pasada la guerra tepaneca y consolidado el poder de México, Itzcóatl se lanza en nuevas campañas para establecer su poder sobre ciudades que Tenochtitlan había conquistado antes, pero por cuenta de Azcapotzalco. Así empieza la expansión fuera de los valles centrales que tan lejos había de llevarlos.
En 1440, a la muerte de Itzcóatl, sube al trono otro gran gobernante, Moctezuma I, su sobrino, que había de reinar hasta 1469. Con este nuevo rey se consolida interiormente la posición de Tenochtitlan y es, desde este momento, cuando se constituye realmente el imperio mexicano.
Inmediatamente empieza la guerra de conquistas que, en diferentes regiones, había de continuarse durante todo su reinado, llevándolo a Oaxaca y a la costa del Golfo de México. La conquista de los totonacos, habitantes de esta última región, se debe en parte a uno de esos episodios característicos de la historia de Tenochtitlan en donde se mezclan la codicia, el patriotismo, la religión y una falta total del sentido de la gratitud. En efecto, entre 1450 y 1454, una gran sequía inusitadamente prolongada lleva a los mexicanos a una terrible hambre. Según cuenta una de las fuentes, hasta las bestias salieron de los montes para atacar a los hombres y en los caminos los muertos eran devorados por los buitres. Para salvarse de esta catástrofe, los mexicanos recurren a dos procedimientos: por un lado, obtienen maíz prestado de los totonacas y, por el otro, inician una era de sacrificios humanos en proporciones hasta entonces desconocidas para implorar el favor de los dioses. Pasada la crisis —me temo que más bien debido al maíz totonaco que a la sangre derramada—, Moctezuma I comprende que las ricas tierras de la costa son su mejor garantía contra un nuevo periodo de hambre y entonces, con su ingratitud proverbial, se desparraman las tropas mexicanas sobre la región costera; tras de ataques tan feroces como inesperados, conquistan toda el área, obteniendo así, en forma permanente, el granero más importante del México antiguo y en donde todavía hoy se encierra gran parte de su futuro.
Los triunfos continuos y tan extensos de Moctezuma I, y el terror que logró imponer entre todos, nos indican que practicaba una estrategia cuya violencia era hasta entonces desconocida. Como un verdadero alud caen las tropas mexicanas sobre los pueblos, vencen la resistencia desorganizada por lo inesperado del ataque, capturan al jefe si ello es posible, suben al templo y lo incendian. Ésta es la señal de la victoria y ya no queda sino repartirse el botín, las mujeres y los prisioneros, establecer un gobierno sumiso a Tenochtitlan, fijar el tributo y marcharse hacia una nueva conquista.
Entre las batallas y los gritos de guerra hay un pequeño episodio que nos recuerda la victoria de Alejandro sobre los persas. Allá por 1461 las tropas mexicanas conquistan un importante señorío —Coixtlahaca— en las motañas de Oaxaca y, tras de una gran batalla, vencen y matan a su señor. Se traen a México a la viuda del vencido, de quien inmediatamente se enamora Moctezuma. Era una mujer joven y de gran belleza; como la mujer de Darío, prefiere dignamente seguir siendo prisionera que casarse con el vencedor de su marido.
La época de Moctezuma I tiene felizmente aspectos menos trágicos, ya que al mismo tiempo que gran conquistador es un gran constructor. Trae a un grupo de arquitectos de Chalco que tenían gran fama. Con ellos inicia la transformación de su capital, que de una pobre ciudad de lodo va a convertirse en una metrópoli de piedra. No sólo se interesa en arquitectura, sino que durante su reinado se inicia un gran estilo de escultura que ha dejado algunos de los monumentos más interesantes del arte azteca.
Entre otras cosas, mandó grabar su retrato en la roca de Chapultépec, ejemplo que habían de seguir sus sucesores formando así una interesantísima galería de reyes mexicanos que desgraciadamente el tiempo no ha respetado y de la que sólo quedan algunos restos informes.
Moctezuma, como todo buen azteca, es también un amante de las plantas y de las flores. En un rico valle de la región de Morelos manda constriur un verdadero jardín botánico en el que colecciona las plantas de todos los diversos climas y las flores más raras y bellas que pudo procurarse. Sus sucesores también se habían de interesar en la botánica y el magnífico jardín no desaparece sino hasta fines del siglo XVI; todavía en la región muestran una huerta a la que llaman "el jardín de Moctezuma".
Con la instauración del imperio, la construcción de la ciudad y el establecimiento del patrón religioso, resulta muy claro que Moctezuma I es el verdadero forjador del imperio azteca. No inventa prácticamente nada; pero recoge en favor de su pueblo, por fin llegado al poder, la herencia milenaria de todos los que lo habían precedido.
Huitzilopochtli, asociado al origen mismo de este pueblo, no era en realidad sino un pequeño dios tribal, un aspecto del dios Tezcatlipoca, hasta que el triunfo de su pueblo lo eleva a la categoría de un dios creador. Entonces se convierte en el sol mismo, que es el dador de la luz, del calor, de los días y de todas las cosas necesarias para la vida; pero el sol, como todo ser creado por la pareja divina, necesita alimentarse, ya que debe luchar diariamente contra sus enemigos: los tigres de la noche, representados por la luna y las estrellas. Recordemos que esto es exactamente lo que tuvo que hacer el pequeño Huitzilopochtli al nacer plenamente armado; pero el sol, desgraciadamente para los vecinos del pueblo azteca, sólo se alimenta con el más preciado de todos los manjares: con el néctar de los dioses, o sea, la sangre humana. Entoces, para tenerlo permanentemente en vida y darle fuerzas en su lucha diurna es indispensable sacrificar a los hombres. Los aztecas se sienten obligados por su historia misma a ser guardianes, así como sus sustentadores; en otras palabras, a ellos les toca proveer al sol de sangre humana. Éste es, por lo tanto, el excelente motivo de indiscutible altura moral con que ellos mismos pretenden absolverse de todas las guerras y de todas las muertes; pero para sus vecinos, ¡qué tragedia vivir junto al pueblo elegido!
En algunas regiones indígenas de México queda un recuerdo lejano de esta idea, según la cual el hombre tiene como misión defender al sol. Recuerdo que hace unos años, estando en un pueblo cerca de Acapulco, hubo un eclipse parcial de sol. Inmediatemente salió la población, hombres, mujeres y niños, armados de cuanto objeto es capaz de producir sonido: instrumentos musicales, cajas vacías, tablas, láminas viejas, etc. El objeto era hacer tanto ruido que los tigres que estaban devorando al sol se asustaran con el escándalo y se fueran. Felicitémonos que ahora el ruido solo es capaz de llenar el cometido que antes tenían los corazones humanos.
Aun con todos estos datos, nos resulta muy difícil entender lo que podríamos llamar la gloria o el deseo del sacrificio. Por ejemplo: hasta qué punto el que iba a ser sacrificado estaba conforme con su destino. Por un lado sabía que iba a morir; pero por otro se iba a asimilar al dios, a convertirse prácticamente en esencia divina. Tenemos una serie de datos contradictorios sobre este asunto. Guerreros ilustres que han sido hechos prisioneros y a los que se ofrece la vida por considerarlos muy valiosos no aceptan y son sacrificados por su propio deseo. También en algunos grupos, como las tarascos, los prisioneros que lograban escapar habían defraudado a los dioses, que ya contaban con esa sangre. Pero también se nos habla de cárceles en las que se guardaba a los prisioneros hasta el día del sacrificio y aun de que eran amarrados para que no escaparan. Aunque la opinión pública los criticara y sus propias gentes no desearan verlos volver, es evidente que muchos prisioneros tenían la reacción normal de salvar su piel aun corriendo el riesgo de que el dios pasara un poco de hambre.
Evidentemente es absurdo suponer, como lo han dicho muchos historiadores, que el móvil de la guerra era simplemente un móvil religioso. La guerra, como en todas partes, pretendía obtener ventajas materiales, conquistas, botín, tributos y una continua extensión de linderos. Los mexicanos no son los iniciadores ni los responsables del "estado de guerra casi permanente" en el que vivieron. Hemos visto cómo la guerra se había convertido, desde los tiempos ya bien antiguos de Mixcóatl y creo que desde tiempos olmecas, en un rasgo cultural siempre presente. La guerra es un factor social, un estado de cosas. La vemos menos clara en ciertos momentos, como durante la época teotihuacana, pero esa serie de imperios efímeros y de señores feudales eternamente insurrectos demuestra una situación político-social en la que la guerra es "necesaria"; situación que los aztecas han heredado, como desgraciadamente ha sucedido en otras épocas y otros lugares a través de la historia humana.
Lo que los mexicanos parecen llevar más lejos que otros es el sentido religioso de la guerra, especialmente en una de las más curiosas instituciones de que se tenga noticia entre pueblo alguno: la guerra florida. No sabemos cuándo se inicia realmente esta costumbre, pero por 1375 ya existía entre los tepanecas, de quienes probablemente la heredaron los mexicas. Consiste en que dos Estados se ponen de acuerdo para celebrar, en un sitio determinado y en una fecha fija, una gran batalla cuyo único objeto es tomar prisioneros vivos. Cualquiera de las dos partes que gane no obtendrá de la otra territorios, ni saqueará a su pueblo, sino simplemente se llevará a los prisioneros hechos para sacrificarlos. No eran por tanto interesantes sino vivos, ya que los muertos en la batalla no representaban utilidad alguna. De acuerdo con el número de prisioneros que hubiera hecho un soldado, subía de grado en el ejército y obtenía autorización para ostentar ciertas insignias. Esta idea debía, en las guerras de la conquista, salvar la vida de muchos españoles, ya que los indígenas deseaban tenerlos vivos, lo que frecuentemente permitía a los prisioneros escapar. El mismo Cortés, caído y rodeado de enemigos, logró salvarse porque, en vez de matarlo, trataron de llevarlo vivo.
Bajo Moctezuma I, probablemente con motivo de la necesidad cada vez mayor de víctimas, se instituye dicha costumbre entre Tenochtitlan y algunas de las ciudades del valle de Puebla. En esta forma no había que ir demasiado lejos para encontrar prisioneros; pero lo evidente tenía que suceder, o sea, que, poco a poco, los mexicanos no se conformaron con la simple guerra florida, sino que empezaron a conquistar en serie grandes secciones de la región de Puebla, hasta que al fin la república de Tlaxcala quedó trágicamente rodeada.
Mientras tanto, Nezahualcóyotl sigue reinado sobre Tezcoco. Tuvo la fortuna de vivir muchos años, durante los cuales se convierte en el monarca más célebre de su siglo. Aparte de sus múltiples victorias militares y del ensanchamiento continuo de su reino, logra hacer de su capital el cerebro de su época. Es un gran constructor. Desgraciadamente, las vicisitudes por las que pasa Tezcoco después de su muerte han hecho desaparecer totalmente los inmensos palacios que mandó construir y los templos de sus dioses. Sólo queda como recuerdo material de esta época una piscina o más bien un estanque, parte de un sistema de riego situado muy adecuadamente, desde donde, entre árboles y flores, se domina el paisaje del valle de los lagos. Pero la gloria principal de Nezahualcóyotl no radica en sus edificios sino en su influencia sobre las letras, las leyes y la religión. Poeta él mismo, reúne en su corte a un grupo selecto de aficionados a la poesía y al teatro y gran parte de la literatura indígena que nos queda proviene de la escuela de Tezcoco o está fuertemente influida por ella.
Su prestigio como legislador es tan poderoso que otras ciudades copiaron sus leyes; ahora nos parecen terribles, ya que la pena capital se aplicaba a casi todos los delitos, algunos de los cuales son de menor importancia a nuestro parecer. A través de esas ordenanzas se asoma un poco de la mentalidad indígena y de su concepto del bien y del mal. Muchas de las leyes están basadas en necesidades prácticas, pero otras emanan de puntos de vista morales. Indican una rigidez extraordinaria, un verdadero puritanismo donde, por ejemplo, todo pecado sexual así como la embriaguez, se castigan con la muerte. A veces se trata de respetar tabúes o ideas mágicas, como en el horrible caso del hermafrodita de Tlaxcala.
Nezahualcóyotl mismo aplica tan rigurosamente sus leyes que en un caso condena a muerte a su propio hijo por adulterio. Todo ello no quiere decir que las costumbres del pueblo fueran tan rígidas, y bajo el reinado de su hijo pierden algo de su dureza.
Nezahualcóyotl, influido tal vez por las viejas historias de Quetzalcóatl que corrían en todas las bocas, construye una religión mucho más elevada y mucho más pura. Cree en un dios supremo, simple espíritu sin cuerpo, del que no pueden hacerse estatuas y que no desea sacrificios humanos. Esta religión filosófica y abstracta, en la que no hay templos ni ceremonias, no es seguida por la masa que no se divierte con ella y se conserva sólo entre una pequeña élite de sacerdotes.
Con la muerte de Nezahualcóyotl empieza la decadencia de Tezcoco. Lo sucede en el trono su hijo Nezahualpilli, el "príncipe hambriento", quien es una figura curiosísima enteramente decadente y profundamente civilizada.
En 1469 sube al trono Axayácatl, también descendiente de Acamapichtli, y como todos lo demás reyes mexicanos, se lanza en una serie de nuevas conquistas, que extienden cada vez más la superficie del imperio.
Un episodio importante del gobierno de este Señor lo constituye la conquista de la ciudad rival Tlatelolco. Aquí, desde tiempo antiguo se había formado una ciudad-estado que durante más de un siglo se consideró aliada de Tenochtitlan. Aunque cada vez más dominada por ésta, conservaba, cuando menos, una apariencia de autonomía. Por motivos de tipo político y aun por razones personales, Axayácatl decide terminar la independencia de Tlatelolco. El rey de este lugar se había casado, indudablemente por conveniencias diplomáticas, con una hermana del señor de México, "la pequeña piedra preciosa" a quien "le hedían grandemente los dientes, por lo cual jamás se holgaba con ella el rey de Tlatelolco". "Su marido no la estimaba en nada por ser endeble, de feo rostro, delgaducha y sin carnes y la despojaba de cuanta manta de algodón le enviaba Axayácatl, dándoselas a todas sus mancebas. Sufría mucho la princesa, se la obligaba a dormir en un rincón junto a la pared, en el sitio del metate, y tan sólo tenía para sí una manta burda y andrajosa... su marido la alojaba en casa aparte de sus mancebas, en ningún sitio se le daba valía alguna y precisamente nunca quería el rey dormir con la princesa, 'pequeña piedra preciosa', y dormía solamente con sus mancebas [que eran] hembras muy garridas."
No tardó en llegar a oídos de Axayácatl la triste historia de su hermana y, tomando como pretexto el insulto personal, decidió llevar a cabo lo que la ambición le dictaba: la conquista de Tlatelolco. La lucha fue difícil, ya que hasta las mujeres defendieron valerosamente su ciudad. Pero por fin debió sucumbir ante el ímpetu azteca, cuyos soldados subieron al gran templo y desde esa altura arrojaron el rey de Tlatelolco, con lo que terminó la guerra en 1473.
Tlatelolco tenía relaciones estrechas con la gente del valle de Toluca; tal vez por esto, a su caída, Axayácatl se dedica a la conquista de todas las ciudades de esa región. En varias de ellas quedan ruinas interesantes; pero con mucho, las más notables son las del templo monolítico de Malinalco. Con un plan de trabajo que debe haber sido preparado muy cuidadosamente de antemano, se fue recortando la piedra blanda hasta formar una gran cámara circular, con sus escaleras de acceso y esculturas. La puerta representa la cara de un enorme serpiente con la boca abierta, a cuyos lados se tallaron dos esculturas. De un lado, una serpiente con escamas en forma de puntas de flecha, que sirve de pedestal a una figura humana de la que desgraciadamente sólo quedan los pies y que muy posiblemente representara a un caballero-águila. Al otro lado, un caballero-jaguar, también incompleto, está de pie sobre un tambor forrado de piel de jaguar. Pasada la puerta se encuentra uno en un cuarto circular rodeado de una banca. En ésta se representó la piel de un jaguar con la cabeza, la cola y las garras de este animal; a sus lados y también sobre la banca, dos pieles de águila de admirable factura, y otra, en el centro, completan la decoración. El techo cónico debe de haber sido de paja. Todos los elementos de este edificio indican que se trata de un lugar donde se efectuaban ceremonias de las dos órdenes militares llamadas caballeros-jaguares y caballeros-águilas. Por lo que sabemos de estas órdenes, sólo podían pertenecer a ellas los guerreros más ilustres a quienes se confería, como un honor muy especial, uno u otro de estos dos títulos. Curiosamente, como las órdenes de caballeras medievales, combinaban el espíritu militar con obligaciones religiosas que, en el caso de los mexicas, consistían principalmente en rendir culto al sol. De aquí podemos deducir que el templo de Malinalco estaba dedicado principalmente a este astro.
Independientemente del despliegue de habilidad que indica, ya que el menor error era irreparable, estéticamente las esculturas de animales pueden colocarse entre los ejemplares más bellos del arte azteca. Tienen ese estilo realista muy esquematizado, donde unos cuantos rasgos indican, mejor que la más precisa de las copias, las características del objeto esculpido.
En una de las cámaras laterales se conserva un fragmento de fresco que representa una fila de guerreros caminando. Además de su interés iconográfico, es una de las rarísimas pinturas murales de esta época en existencia; del valle de México no se conserva casi ninguna.
Como resultado de las conquistas en el valle de Toluca, los mexicanos se convirtieron en colindantes del gran reino tarasco. Hacia 1480 se inició la inevitable guerra entre los dos poderes militares más importantes del momento; por primera vez la técnica de los mexicanos no dio el resultado acostumbrado y sus ejércitos fueron derrotados. A partir de entonces se estableció entre los dos reinos rivales una curiosa situación de "guerra fría" y los dividió una "cortina de piedra", ya que ambos bandos construyeron a lo largo de la frontera una serie de puntos fortificados con carácter más bien defensivo que ofensivo. Los mexicanos trataron de rodear al enemigo conquistando toda la región de Guerrero para poder atacar a los tarascos también por el sur; pero esta estrategia tampoco les sirvió, pues jamás lograron atravesar el río Balsas.
Esta situación de jaque continuo duró hasta que la conquista española vino a alterar el equilibrio de las fuerzas. Tal vez se debiera al hecho de que al ímpetu de los soldados aztecas, los tarascos oponían armas superiores, ya que frecuentemente eran de cobre.
La exploración de algunas de estas fortalezas, en realidad apenas iniciada, ha permitido sin embargo conocer bastante del arte militar de la época. Están construidas en cerros de difícil acceso y rodeadas de uno o varios círculos de murallas y a veces de fosos. Eran defendidas por pequeñas guarniciones de soldados, pero no formaban verdaderas poblaciones permanentes; conservaban, pues un carácter estrictamente militar.
El gobierno de Axayácatl, aparte de las guerras mencionadas, se caracteriza por una serie de otras con las cuales el terror que infundían los soldados aztecas creció de día en día. Ya en ese momento, está bien implantado el odio que inspira el imperialismo azteca; odio cuyas consecuencias han de ser de primera importancia a la llegada de Cortés.
Por otro lado, Axayácatl sigue la tradición de Moctezuma I; se hace construir un gran palacio, y continúa las obras magnas del templo mayor. De su época parece ser la gran escultura generalmente conocida con el nombre de calendario azteca, y que es en realidad una piedra votiva en honor del sol. Este monumento, de una rara perfección y de importante simbolismo, conservado hoy en día en el Museo Nacional de Antropología de México, inicia la época de la escultura monumental azteca, la cual continuará durante los reinados siguientes.
El sucesor de Axáyacatl, Tízoc, reina sólo de 1481 a 1486 y según parece murió envenenado. Aun en tan corto plazo logró bastantes nuevas conquistas, inmortalizadas en un momento magnifíco: la piedra de Tízoc. Es un gran cilindro de basalto alrededor del cual están representadas las victorias del emperador. Ésta lleva las insignias y los atavíos de Huitzilopochtli ya que, como gran sacerdote del dios, se vestía como él. Después de su muerte lo sucede a su hermano, Ahuízotl, tan terrible y brutal conquistador que su nombre ha llegado hasta nuestro días como símbolo de algo temido o que de continuo nos persigue o molesta.
Al año de reinar, en 1487, se termina la construcción del gran templo. Ahuízotl decide inaugurar la obra con solemnidades hasta entonces nunca soñadas. Para ello emprende una verdadera cacería de prisioneros y se dice que logró sacrificar 80 000 hombres, con lo que indudablemente el sol debió adquirir nuevas fuerzas. Parece altamente exagerado el número de víctimas que se señala; pero cualquiera que haya sido la cantidad de sacrificados, dejó un recuerdo imborrable en las memorias indígenas.
El terror de los ejércitos o el recuerdo de los sacrificios convenció a todos lo pueblos aún no sometidos del poder de los mexicanos. Éstos emprendieron otra campaña hacia el sur, con la que no sólo completaron sus conquistas en Oaxaca y en el istmo, sino que también llegaron hasta la frontera actual de Guatemala, cayendo en sus manos toda la región del Soconusco.
La muerte de este gran conquistador no estuvo a la altura de sus hazañas. En 1502 se rompió un dique, lo que produjo una inundación en México; y al querer escapar, Ahuízotl se golpeó en un dintel y, como Carlos VIII de Francia cuatro años antes, murió a consecuencia de ello.
Con su muerte termina la serie de grandes jefes militares que habían reinado en Tenochtitlan desde Moctezuma I y cuyas conquistas habían hecho de la pequeña ciudad construida sobre una isla del lago, la capital de un vasto imperio.
La organización de los ejércitos, cada día más importantes; la dirección del imperio con todos sus problemas políticos y económicos; y aun la constitución de una vida urbana, desaparecida desde hacía varios siglos, hubo de transformar profundamente la estructura del pueblo azteca. Ya la pequeña horda, nómada y despreciada, se ha convertido en el grupo dirigente y dominador de pueblos tan diversos como numerosos. El viejo sistema tribal no podía continuar; la sociedad se divide en clases, y hay nobles, plebeyos y esclavos. Asimismo hay mercaderes, sacerdotes, obreros especializados en numerosas técnicas manuales y toda una burocracia. Este cambio radical se nota también en la persona misma del jefe, que se convierte cada vez más en autócrata y que bajo Moctezuma II, se va a transformar en una especie de dios. Como a los césares romanos, el poder se les había subido a la cabeza y la antigua organización era cada día más un despotismo de tipo oriental.
En 1502, cuando Moctezuma II, fue elegido emperador, tenía la reputación de un capitán valeroso que hábilmente había sabido dirigir los ejércitos; pero sobre todo, la de un sacerdote profundamente conocedor de la religión; una especie de místico sencillo y humilde. Rápidamente cambió toda esta situación para convertirse en un déspota rodeado de todo un ceremonial cortesano muy complicado. Nadie podía verlo, sino debía presentarse ante él con los ojos bajos; no se lo podía tocar. Los pocos que tenían derecho a visitarlo debían entrar descalzos haciendo una serie de genuflexiones, llamándolo Señor, Mi Señor, Mi gran Señor.
Los primeros 17 años de su reinado pasan en continuas guerras y en la sofocación de rebeliones de algunos pueblos que, desesperados por la opresión, se levantan en armas esperando vanamente evitar el tributo que se les había impuesto. Pero Moctezuma II tiene poca participación personal y más bien vive en la ciudad, dedicado a los placeres y a los deberes religiosos.
Era un hombre inteligente y refinado aunque profundamente superticioso, y toda su vida estuvo basada en sus creencias. En 1519 estalla, como un grito espantoso, la terrible noticia: Quetzalcóatll ha regresado. Desde el primer momento Moctezuma sabe que su reino se ha acabado, que las profecías sa han cumplido, que la lucha contra un dios es imposible. Entonces sigue el único camino abierto, la única forma de oponerse a un dios: obtener la ayuda de los otros dioses y tratar de convencer a Quetzalcóatll de que se regrese.
Por un lado, envía a Cortés las insignias del dios: el penacho de plumas, la máscara de oro y los numerosos regalos con que espera convencerlo. Éstos lo convencen; pero precisamente de lo opuesto a lo que deseaba Moctezuma, o sea, de seguir su marcha, engolosinado por el oro.
Por otro lado, reúne Moctezuma a los sacerdotes y a los brujos que, tras largas discusiones, deciden llevar contra Cortés toda una campaña mágica que lo inmovilizará. Como era de esperarse, una tras otra fracasan las tretas. Los embrujos son infructuosos y, sin hacer caso de la desesperación de Moctezuma, Cortés se presenta un día ante las puertas de México.
Moctezuma, por última vez representa su papel de rey y sale a recibir al conquistador: "Ya que llegábamos cerca de México a donde estaban otras torrecillas, se apeó el gran Moctezuma de las andas y traíanle de brazo aquellos grandes caciques, y debajo de un palio muy riquísimo a maravilla, y el color de plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchius, que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en ello. Y el gran Moctezuma venía muy ricamente ataviado según su usanza y traía calzados unos como cotaras, que así se dice lo que calzan; las suelas de oro y muy preciada pedrería por encima en ellas, y los cuatro señores que le traían del brazo venían con rica manera de vestidos a su usanza, que parece ser se los tenían aparejados en el camino para entrar con su Señor, que no traían los vestidos con los que nos fueron a recibir, y venían, sin que ellos cuatro señores que venían delante del gran Montezuma, barriendo el suelo por donde había de pisar, y le ponían mantas porque no pisase la tierra. Todos estos señores ni por pensamiento le miraban en la cara, sino los ojos bajos y con mucho acatao, excepto aquellos cuatro deudos y sobrinos suyos que lo llevaban del brazo, Y como Cortés vio y entendió y le dijeron que venía el gran Montezuma, se apeó del caballo y desde que llegó cerca de Montezuma, a una se hicieron grandes acatos. El Montezuma le dio el bienvenido y nuestro Cortés le respondió con doña Marina que él fuese el muy bien estado; y paréceme que Cortés, con la lengua doña Marina, que iba junto a Cortés, le daba la mano derecha y Montezuma no la quiso y se la dio a Cortés. Y entonces sacó Cortés un collar que traía muy a mano de unas piedras de vidrio, que ya he dicho que se dicen margaritas, que tienen dentro de sí muchas labores y diversidad de colores y venía ensartado en unos cordones de oro con almizcle porque diesen buen olor, y se le echó al cuello al gran Montezuma y cuando se le puso le iba a abrazar y aquellos grandes señores que iban con Montezuma le tuvieron el brazo a Cortés que no le abrazase, porque lo tenían por menosprecio".
Tomado de:
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/fondo2000/vol2/05/htm/libro62.htm
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