sábado, 6 de diciembre de 2008
El Fascismo que vino de la izquierda
domingo, julio 27, 2008
El fascismo que vino de la izquierda
Fascismo=izquierda: otro escándalo y, con él, un nuevo y enorme agujero negro en el universo de la crítica, una realidad molesta que se combate con el sofisticado y honorable argumento de la sordina informativa, consistente en ignorar con todo el descaro aquello que no encaje en el discurso del poder, a saber, en este caso, el factum de las raíces socialistas y revolucionarias del fascismo. Porque Benito Mussolini, lector de Nietzsche y fundador del movimiento, fue destacado dirigente del socialismo italinao y concibió su proyecto como la continuación modernizadora y futurista del viejo ideario de Marx. Insistamos en ello y preguntemos, desde el punto de vista de la crítica, ¿cómo puede obviarse este dato iluminador con la cantinela apositiva de "fascismo, extrema derecha", auténtica impostura intelectual tanto más sublevante cuanto que se da por hecha y no menesterosa de fundamentación? Una más.
En efecto, si ayer vimos cómo, frente a la narración oficial, que identifica el fascismo con la barbarie, resulta que el pensador más importante del siglo XX, Martin Heidegger, sólo puede ser políticamente ubicado en el campo fascista, si anteayer constatábamos que los más recalcitrantes apologetas de los "derechos humanos" tienen en su haber crímenes contra la humanidad y genocidios (Kolymá, Hiroshima, Dresde) de iguales e incluso mayores dimensiones que el propio holocausto judío, ahora vemos que el fascismo, es decir, la extrema derecha según los medios de comunicación (hay que subrayar que para los politólogos especialistas en el tema la distinción entre ultraderecha y fascismo es una incontestable realidad que, en consecuencia, contrasta con los usos del periodismo, la intelectualidad y la política), el fascismo procede de la izquierda marxista y conserva hasta el final de sus días las virtualidades simbólicas, léase: nacionalismo y socialismo, que le llevaron a conquistar poder en Italia (1922) y a extender su influencia política y militar por toda Europa veinte años más tarde.
Recordemos que el primer programa político del fascismo (1919) resulta inequívoco, una pieza de convicción irrefutable, por ello conviene reproducirlo en su literalidad: "Convocatoria de una asamblea constituyente nacional. Proclamación de la república italiana. Descentralización y autonomías. Soberanía popular ejercida mediante sufragio universal e igualdad de derechos para los ciudadanos de ambos sexos. Extirpación de la burocracia irresponsable y reorganización de la administración estatal partiendo de cero. Abolición del Senado y de la policía política, creación de una guardia cívica. Abolición de todos los títulos de casta, manteniendo únicamente los de honor y nobleza de ingenio y los derivados de la honradez del trabajo. Abolición del servicio militar obligatorio, desarme general y prohibición de fabricar ingenios bélicos en todo el país. Libertad de pensamiento y de conciencia, de religión, de asociación, prensa, propaganda, agitación individual y colectiva... Disolución de las sociedades anónimas, industrias financieras, supresión de todo tipo de especulación de la banca y de la bolsa. Censo y reducción de las riquezas personales. Confiscación de las rentas improductivas. Pago de la deuda del antiguo Estado por parte de quienes tuvieran bienes de fortuna. Prohibición del trabajo a los menores de 16 años. Jornada laboral de 8 horas con base legal. Destierro de los parásitos que no sean útiles para la sociedad. Participación directa de los ciudadanos útiles en todos los elementos del trabajo. La tierra para los campesinos. Las industrias, transportes y servicios públicos serán gestionados por sindicatos de técnicos y obreros. Eliminación de toda forma de especulación personal. Abolición de la diplomacia secreta. Política internacional inspirada en la solidaridad de los pueblos. Milán, 23 de marzo de 1919." Así, mientras el liberalismo de Giolitti mantenía el sistema electoral discriminador del voto censitario y sexista, vemos que el fascismo reclama el sufragio universal, la implantación de una república que ponga fin a los excesos de la corrupta monarquía italiana, la jornada de 8 horas, la prohibición del trabajo infantil (justificado, en cambio, por el propio Marx), la derogación de los derechos de casta... En suma, una revolución socialista, pero de carácter democrático, nacional y basada en valores éticos opuestos al materialismo comunista, herencia pseudo proletaria y antipopular del liberalismo que había sido ampliamente superada de iure por la tercera vía del pensamiento entre positivismo y marxismo, a saber, el vitalismo, la fenomenología y la filosofía de la existencia de principios del novecientos (Nietzsche y Heidegger). Una tercera vía filosófica que, no en vano, vemos arrancada de cuajo en la posguerra o "reconducida" a posiciones marxistas; no otro será el trabajo de Jean-Paul Sartre con el existencialismo y aun la postrera intentona de la Crítica de la razón dialéctica. El propio Sartre, empero, tiene que burlarse del materialismo en su famoso ensayo Materialismo y revolución, anatemizado por el Partido Comunista Francés de la época: "Los jóvenes de hoy no se sienten cómodos (...). Ahora se les pide que elijan entre idealismo y materialismo: se les dice que no hay término medio y que si no es lo uno será lo otro. A la mayoría de ellos el materialismo les parece filosóficamente falso: no comprenden cómo la materia podría engendrar la idea de materia. (...) No son culpables: no es culpa suya si aquéllos mismos que dicen profesar la dialéctica hoy quieren obligarlos a elegir entre dos contrarios, y rechazan, con el nombre del "tercer partido", la síntesis que los abrazaría". Así que, incluso en un marxista crítico como Sartre, el concepto de una tercera vía conceptual permanece (aunque es obvio que ya completamente adulterada en el decisivo plano de los valores) como la cuestión central, no sólo del pensamiento sino, ante todo, de la política. Última huella del "fascismo espiritual"...
Pero dejemos la palabra a Zeev Sternhell, investigador hebreo de la Universidad de Jerusalén de fama mundial y poco sospechoso de connivencia con el fenómeno en cuestión: "En lo esencial, el pensamiento fascista constituye un rechazo del materialismo. Para él, el liberalismo, que se desarrolla a finales del siglo XIX en la democracia liberal, y el marxismo, una de cuyas ramas es el socialismo democrático, no representan más que diferentes aspectos de un mismo mal materialista. Por antimaterialismo, se entiende aquí el repudio de la herencia racionalista, individualista y utilitaria de los siglos XVIII y XIX. En términos de filosofía política, el antimaterialismo significa el rechazo total de la visión del hombre y de la sociedad elaborada de Hobbes a Kant, desde las revoluciones inglesas del siglo XVIII hasta las revoluciones americana y francesa. En términos de práctica política, el antimaterialismo significa el repudio de los principios llevados a la práctica por primera vez a finales del siglo XVIII y aplicados a mucha mayor escala, cien años más tarde, por los regímenes de la democracia liberal de la Europa occidental. De modo que se trata de un ataque general a la cultura política dominante a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, a sus fundamentos filosóficos, a sus principios y ejecución. (...) Ahora bien, el antimaterialismo no es únicamente la expresión de una negación del liberalismo, trátese de su versión contractualista o de la elaborada por el utilitarismo inglés, la cual, desde sus orígenes, implica la democratización de la vida política y la reforma de la sociedad. En la misma medida, el antimaterialismo expresa hacia 1900 la recusación de los postulados básicos de la economía marxista, a la vez que el ataque al conjunto de los fundamentos racionalistas del pensamiento de Marx. Son los sindicalistas revolucionarios, esos disidentes e inconformistas de la izquierda, quienes, a través de su crítica del determinismo marxista, establecen, a lo largo de la primera década de nuestro siglo, las principales componentes de la síntesis fascista" (Zeev Sternhell, El nacimiento de la ideología fascista, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1994, págs. 8-9).
Por tanto, podemos afirmar que el fascismo fue un socialismo nacional que se caracterizó por su referente volkisch (la nación como articulación política del pueblo y fundamento de la soberanía), sus valores éticos (la verdad frente a la felicidad) y su antropología filosófica e histórica (el hombre como existente social arrojado al mundo y sujeto (de) (a) un proyecto constituyente libre y heroico).
El fascismo fracasa porque, siendo uno de sus objetivos fundamentales abatir la amenaza bolchevique, que como suprema expresión del materialismo (=barbarie) ya se había cobrado en Rusia millones de víctimas y proyectaba su sombra sobre Italia y Alemania, terminó pactando con la derecha liberal y conviertiendo la doctrina revolucionaria de Sorel en un interclasismo centrista que aceptaba la colaboración de trabajadores y burgueses en aras de los "intereses de la nación", una estrategia que dejaba intactas las decadentes jerarquías liberales, amenazadas por la revolución leninista. Las mismas élites económicas que, utilizando al fascismo contra Lenin, en la posguerra se rasgarán las vestiduras y adoptarán el lenguaje antifascista de Stalin para que todo siga igual que en 1919.
Conviene también, por este motivo, recordar aquí la valoración que, poco antes de su suicidio (1944), haciera el escritor colaboracionista francés Drieu la Rochelle frente al colapso histórico del proyecto fascista, a la postre librado a los destinos militares del ejército alemán: "La causa de la derrota de la política alemana no estriba en su desmesura, sino en su falta de resolución. La revolución alemana no se llevó adelante en ninguno de sus campos... La revolución alemana se mostró muy prudente y cautelosa con los viejos personajes de la economía y la Reichswehr; respetó demasiado la antigua burocracia. Este doble error se pagó durante el 20 de julio. Hitler hubiera tenido que demostrar todo el rigor contra una izquierda a la que los acontecimientos históricos habían sobrepasado, pero también contra una derecha anquilosada e incapaz de los más amplios puntos de vista. Como no lo hizo o lo llevó a efecto de una manera insuficiente, las consecuencias se fueron revelando más graves conforme fue progresando la marcha de la guerra: en todos los países ocupados de Europa, la política alemana apareció lastrada por los viejos prejuicios de un mando militar aferrado a las tradiciones y una diplomacia envejecida; no supo aprovechar la sugestión de lo nuevo que se le ofrecía y se mostró incapaz de trocar los viejos moldes de la guerra de conquista al antiguo estilo de una lucha revolucionaria. Creyó que la fuerza bélica podía ganar a la conciencia europea y tuvo luego que asistir impotente a que esta conciencia se volviera contra ella por no haberle ofrecido nada nuevo que pudiera movilizarla." (Ernst Nolte, Fascismo. De Mussolini a Hitler, Barcelona, Plaza y Janés, 1975, pág. 378, citado según Nation Europea, 1953).
No creo, empero, que el fracaso del fascismo ante la conciencia europea se circunscriba a los límites de lo dicho por La Rochelle, pero en cualquier caso el escritor e ideólogo francés del socialismo nacional tiene razón cuando achaca al declive del factor revolucionario fascista uno de los elemenos esenciales que explican su incapacidad para convertir la política nacionalsocialista en una efectiva revolución nacional y socialista como reclamaba Heidegger. Otro factor sería el racismo y el antisemitismo nazis, ajenos al primer fascismo, y la nefasta política hitleriana en los territorios rusos ocupados por los alemanes, todo ello producto de la incompetencia filosófica de la ideología o cosmovisión nacionalsocialista encarnada por personajes patéticos como Alfred Rosenberg, entre otros, quienes, pese a su rechazo del materialismo marxista, permanecen presos de un materialismo biológico que, desde Darwin, también forma parte del bagaje positivista y liberal burgués, del que no saben o no quieren desprenderse. En fin, el fascismo se agota por ser poco "fascista" y demasiado ultraderechista, por su inoperancia casi ridícula -que en la actualidad sigue vigente- para hacerse con el dominio de su propio universo filosófico, axiológico y conceptual, por su tendencia a dejarse atrapar en las redes de la vieja y putrefacta derecha cristiana, a la que sólo salva del bolchevismo para que, aliada al liberalismo que viene del otro lado del Atlántico y al propio bolchevismo, pueda a la postre recuperar sus industrias, haberes y privilegios tras el apocalipsis de la Segunda Guerra Mundial.
A mi humilde entender, el fascismo, desde el punto de vista político, está definitivamente muerto y ello en razón de sus propios errores, sin excusas, pero sigue siendo una referencia obligada y fundamental del pensamiento crítico y, en este sentido, de forma mediada, representa el escalón previo a toda reflexión sobre la alternativa al sistema demoliberal sionista, ese despiadado dispositivo de poder que, tras la caída del muro, vuelve a incurrir en la misma altanería que diera lugar al comunismo y luego al propio fascismo, y que, encarnado por una oligarquía corrupta e inmoral que opera cual un verdadero cáncer sociológico, hoy como ayer está generando su propia respuesta totalitaria (en este caso el islam, que no en vano adopta de forma mimética los símbolos del fascismo). Así, cualquiera que asuma la tarea crítica debe pasar por el estigma iniciático "fascista" o no es honesto. No podemos confiar en supuestos críticos ilustrados que adoptan de buenas a primeras el lenguaje antifascista de Hollywood para definir y combatir al "enemigo de la libertad". Quien se pretenda crítico y apele inmediatamente al imaginario simbólico del antifascismo, que es justamente el de la oligarquía liberal sionista, confiesa sólo, casi ingenuamente, cuál es su verdadero proyecto: "quiero medrar", dice el "rebelde" de pacotilla. Y, una de dos, o no es consciente de que adopta el que fuera lenguaje de Stalin y es ahora -sin que al parecer se perciba contradicción alguna- el de las "instituciones democráticas" (=oligárquicas) en estado de descomposición, y entonces nos encontramos ante un cretino de pura cepa, o sabe perfectamente qué es lo que está haciendo y entonces estamos tratando con un verdadero sinvergüenza que apuesta por los ganadores y tiene el cinismo de presentársenos ataviado como un héroe de las libertades. En cualquier caso, no otro sería el tipo de individuo que en el año 1933 correría a afiliarse a las SA de Hitler, mientras que, por el contrario, los que nos reclamamos de la verdad histórica, también para el fascismo, hubieramos ido a parar, por las mismas fechas, a uno de los muchos Konzentrationsläger que a la sazón pronto empezaron a poblar la geografía del país de Goethe. La "objetividad" frente al fascismo es, en definitiva, la piedra de toque de la autenticidad crítica. Ningún antifascista puede oler a otra cosa que a arribismo mal lavado. Dicho lo cual, parece evidente que hay que ir más allá del fascismo y olvidarse de él como alternativa política, lo que no nos debe impedir descubrir en sus raíces cómo ha surgido el canallesco poder planetario actual, la locura de la extrema derecha sionista que señala el camino hacia la inminente catástrofe. Porque sin verdad no puede haber libertad.
Los parámetros que acabo de fijar definen, según mi opinión, el espacio de la decencia pública en el seno de un universo democrático.
Jaume Farrerons
copyright©adecaf
Publicado por Jaume Farrerons
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario