Horacio M. CARVALHO
En las sociedades en las que el paradigma neoliberal es hegemónico –y eso quiere decir: en la mayoría de los países del mundo-, la expresión «democracia» perdió toda adjetivación crítica, popular o socialista. El neoliberalismo fue presentado como la forma modernizada de la democracia, y ambos fueron identificados como el ejercicio pleno de la libertad. La libertad a la que el neoliberalismo se refiere es, ante todo, la libertad mercantil, en la que la obtención del lucro constituye el elemento referencial de la motivación de las acciones humanas.
La fetichización del libremercado, como un espacio de competencia entre iguales, facilita la diseminación de las ideas que legitiman esa democracia neoliberal. En ella, el sistema político es sólo un instrumento de afirmación del poder político de los propietarios, y de la propiedad privada.
En el proceso contemporáneo de acumulación capitalista, tendencialmente de naturaleza oligopólica, los recursos naturales -como la tierra, el agua dulce y la del mar, el subsuelo, la plataforma marítima, los minerales, las selvas y la biodiversidad- se han vuelto objetos privilegiados de codicia. La apropiación privada de esos recursos naturales por las grandes empresas capitalistas nacionales y extranjeras es reforzada por la llegada de las nuevas biotecnologías de ingeniería genética, capaces de modificar las más diversas formas de vida, para que esas empresas aumenten creciente y obsesivamente su lucro.
Con la apropiación privada de los recursos naturales del planeta, las clases dominantes, hoy mundialmente articuladas, concentran y centralizan cada vez más la renta y la riqueza, entre ellas la de la tierra rural. La presencia del capital multinacional en la apropiación privada de las tierras, se da en connivencia con las oligarquías locales, impidiendo la reforma agraria, el avance de la organización social popular y el direccionamiento de la producción preferentemente hacia el objetivo de garantizar la soberanía alimentaria nacional. De hecho, para esos capitales, sólo interesa aquella democracia, como la neoliberal, que facilite su expansión y acumulación.
Durante los últimos treinta años –época de la última revolución científica y tecnológica-, la proporción de la distribución del ingreso en el mundo entre el 20% más rico y el 20% más pobre, ha pasado, aproximadamente, de una relación de 40 a 1, a otra de 80 a 1, o sea, se ha duplicado, lo que ha traído como consecuencia que el 20% más rico concentre el 83’6% de la riqueza y del ingreso en todas sus formas, mientras que el 20% más pobre recibe un 1%. Esta concentración es todavía mayor cuando se trata de las llamadas «nuevas tecnologías», donde el 92’3% está en las manos de la selecta élite del 20% más rico de la población.
En el campo, la estructura fundiaria es cada vez más concentrada. Considerando los datos comparables entre Argentina, Brasil, Colombia, Paraguay y Perú, se constata que casi la mitad (46’04%) de los establecimientos agrícolas, posee apenas un 1’26% de las tierras, mientras el 14’64% de los propietarios poseen el 88’68%. Si excluimos de la muestra a Perú (de cuyos datos desagregados no se dispone para encima de 50 Ha.), verificamos que apenas un 1’03% de los propietarios posee nada menos que el 52’13% de la extensión territorial. En el caso asiático, los datos sobre India, Indonesia, Pakistán y Tailandia indican que también se da la concentración de tierras, aunque sea mucho menor que en América del Sur. En Asia, los 58’17% propietarios más pequeños poseen el 14’27% de las tierras. Y los 1’67% más grandes, poseen solamente el 18’66% de la superficie1.
Esta concentración de la tierra ha tenido y tiene como resultado histórico la exclusión social de la población campesina y de los pueblos indígenas, poblaciones que se encuentran entre las más pobres del mundo.
La pobreza afecta particularmente a la población que habita en el medio rural, donde, según la FAO (2002), se encuentran 3.233 millones de personas, de las cuales 2.881 millones estaban concentradas en los países clasificados como «en desarrollo»2. En América Latina, el número de pobres asciende a 96 millones, región esta que también sufre un fuerte proceso de concentración de renta, según la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) en su Informe Anual 2005.
A pesar de la evidencia de estos datos, las iniciativas y los programas gubernamentales de reforma agraria han sido relegados a un plano político secundario. Sólo ocasionalmente esta propuesta entra en las agencias políticas de algunos países, y cuando entra, es siempre como consecuencia de las luchas sociales populares campesinas por la reforma agraria y la justicia social en el campo.
En las sociedades nacionales en las que es creciente la concentración de la renta y de la riqueza, la exclusión social y el aumento de la pobreza, la transformación de los sistemas políticos en mecanismo de legitimación de la opresión y de la gran propiedad privada... o sea, donde la elevada desigualdad social es un lugar común, las clases dominantes, o han impedido, o han enmascarado la reforma agraria que en ellas se hace necesaria para que se realice la democratización de la renta de la riqueza rural.
Uno de los actores destacados en desvirtuar la reforma agraria ha sido el Banco Mundial, al inducir, desde el inicio de la década de los 90, la elaboración e implantación de programas gubernamentales que denomina «reforma agraria de mercado». Iniciado en 1994 en Sudáfrica y en Colombia, en 1997 en Brasil, y en 1990 en Guatemala, ese modelo también inspiró programas en Honduras, El Salvador, Filipinas, México, Malawi y Zimbabwe3. Lo que el Banco Mundial llama «reforma agraria de mercado» (sic), son simplemente programas de crédito fundiario para trabajadores rurales sin tierra o con poca tierra, que no cambian la estructura fundiaria de un país ni alteran la correlación de fuerzas políticas en los lugares donde son implantados. Al contrario: privilegian a los latifundistas al comprar por precios de mercado sus tierras improductivas. Mantienen, así, el poder político de las clases dominantes, en especial de las oligarquías rurales, que se benefician de estos negocios de tierras.
Los programas de asentamientos rurales son otra manera de evitar la reforma agraria. Estos programas pretenden aliviar la presión que ejercen las luchas sociales de los trabajadores rurales sin tierra sobre los latifundistas y los gobiernos a su servicio, ya sea efectuando desapropiaciones episódicas de latifundios, o comprando las tierras de los propios latifundistas para la creación de asentamientos que denominan «de reforma agraria». De hecho, estos programas forman parte de las políticas públicas compensatorias para aliviar la pobreza y la exclusión social provocadas por las reformas neoliberales impuestas por el FMI, la OMC y el Banco Mundial, tal como se puede ver de manera emblemática en Brasil desde 1995.
Ni la reforma agraria de mercado del Banco Mundial, ni las políticas compensatorias de asentamientos rurales, alteran la estructura fundiaria altamente concentrada, ni desencadenan procesos de democratización de la riqueza y de la renta en el campo. Las políticas compensatorias de asentamientos rurales configuran reformas agrarias convencionales en las que la negociación se efectúa entre clases sociales antagónicas y por medio del sistema institucionalizado de partidos políticos, dentro del compromiso implícito de conservar el orden vigente sin cambiar las normas institucionales de la «sociedad tradicional», y enfocando la reforma agraria como una cuestión aislada y sectorial. En realidad, estos tipos de reformas apuntan a un objetivo estratégico de conservación del «status quo», siendo, en ese sentido, más bien, una contrarreforma agraria4.
Mantenidas las estructuras fundiarias actuales, en especial en los países en desarrollo de América Latina, África y Asia, no se puede vislumbrar para esos países ninguna posibilidad de una democracia que se pueda considerar como popular o socialista. Donde imperan estructuras fundiarias altamente concentradas están presentes, también, el arbitrio, la violencia y la impunidad de las oligarquías agrarias. Las sociedades que presentan una desigualdad social profunda y una acentuada injusticia social, no pueden ser consideradas como sociedades democráticas.
En el campo, la democratización sólo se iniciaría con una reforma agraria que fuese capaz de alterar integralmente su estructura fundiaria. La reforma agraria es el camino más rápido y socialmente más democrático para enfrentarse al hambre y a la pobreza en el mundo. La concretización de una reforma agraria integral y masiva emularía –como lo ha hecho en aquellos países en los que se ha dado- la construcción de un nuevo paradigma para el desarrollo rural que ha permitido establecer las bases de una estrategia popular de superación del paradigma neoliberal en el campo.
La reforma agraria necesaria para democratizar no sólo el campo, sino toda una sociedad, sería aquella que provocara una alteración simultánea del sistema tradicional de poder y de las normas institucionales que lo conservan y expresan (propiedad, renta, trabajo, poder social, distribución de la renta, etc.). Estaría integrada a un proceso nacional de transformaciones estructurales de toda la sociedad e impulsadas por fuerzas sociales identificadas con las aspiraciones a un nuevo orden económico y social, y dinamizadas por una estrategia de cambios mundiales.
Notas: 1 LEITE, Sergio, Agrarian Reform, Social Justice and Sustainable Development, CPDA/UFRRJ, Rio 2006, p. 21-22. 2 GARCÉS, V. (2005), El Foro Mundial sobre la Reforma Agraria, Valence 2005. 3 PEREIRA, João M., O Banco Mundial inventou um novo jeito de se fazer reforma agrária? , UFF, Rio 2005. 4 GARCÍA, Antonio, Sociología de la reforma agraria en América Latina, Amorrortu, Buenos Aires 1973, pág. 20.
Horacio M. CARVALHO
Consultor del MST, Brasil
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