Dios Padre-Madre
La experiencia familiar del padre, de la madre y de los hijos, es quizás la más admirable y comprensible para todos, cuando se quiere hablar del amor de Dios.
El padre tenía una función de señorío en el ambiente patriarcal de la época del Antiguo Testamento. Prácticamente era él quien debía planear el futuro de la familia. Por eso para los israelitas llamar a Dios padre evocaba una experiencia y una esperanza. El Señor se había manifestado como un padre con el pueblo, y en él estaban seguros.
Cuando la Biblia habla de Dios Padre , ciertamente no está determinando el género masculino de la divinidad. Es cierto que esta denominación y esta traducción están condicionadas sociológicamente y sancionadas por una sociedad de carácter varonil. Pero, realmente, a Dios no se le quiere concebir simplemente como a un varón. Sobre todo en los profetas, Dios presenta rasgos femeninos maternales. La noción de Padre aplicada a Dios, debe interpretarse simbólica-mente. Padre es un símbolo patriarcal -con rasgos maternales-, de una realidad transhumana y transexual que es la primera y la última de todas.
El profeta Oseas en el capítulo undécimo, trae uno de los textos más bellos del Antiguo Testamento. La experiencia del amor de Dios hace decir al profeta que el Señor ha ejercido las tareas de un padre-madre con el pueblo. Cuando el pueblo de Israel empezaba su vida, el Señor lo cuidó como un padre y una madre cuidan a sus hijos: le enseñó a caminar y lo cuidó en el desierto; le dio el maná, las codornices y el agua para su sustento en el momento en que el pueblo los necesitaba; aunque el pueblo le fue infiel, con manifestaciones de amor lo atraía. La alianza pactada en el Sinaí nunca fue rota por parte de Dios; más aún, ante las fallas del pueblo, el Señor estaba presto a perdonarlo; no había rencor ni deseo de venganza porque, como lo dice el profeta, es Dios y no hombre (v. 9).
Cuando Israel era niño lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo.... Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos, y ellos sin darse cuenta de que yo los cuidaba. Con correas de amor los atraía con cuerdas de cariño. Fui para ellos como quien levanta el yugo de la cerviz; me inclinaba y les daba de comer (Os 11,1.-3.4).
También otros profetas presentan a Dios con características materno-paternales: un Dios que consuela a los hijos que se marchan llorando, porque los conduce hacia torrentes por vía llana y sin tropiezos (Jer 31,9); un Dios a quien le duele reprenderlos:
¡Si es mi hijo querido Efraim, mi niño, mi encanto! Cada vez que le re-prendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión. (Jer 31,20).
Por eso, el pueblo puede invocar al Señor como a su Padre: Tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero (Is 64,7). No la reprimas que eres nuestro Padre... Tú Señor, eres nuestro Padre, tu nombre de siempre es "nuestro redentor" (Is 63,16).
Esa ternura del amor de Dios queda expresada de manera inigualable en la figura de la madre:
¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré (Is 49,15). Como a un niño a quien su madre consuela, así los con-solaré yo (Is 66,13).
Realmente el pueblo se sentía hijo de Yahveh. Desde la primera experiencia salvífica de Dios en la salida de Egipto, el Señor ordenó a Moisés decir al Faraón: Así dice el Señor. Israel es mi hijo primogénito, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva (Ex 4,23). Y esa seguridad que la experiencia de Dios-Padre daba a los israelitas no les permitía sentirse huérfanos porque, si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá (Sal 27, 10). La relación con Dios que expresa el salmista en su oración le permite manifestar en el salmo 131, el vínculo maternal y filial que se establece entre Dios y el orante:
Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros: no pretendo grandezas que superan mi capacidad, Sino que acallo y modero mis deseos: como un niño en brazos de su madre, como un niño está en mis brazos mi deseo. Espere Israel en el Señor ahora y por siempre.
La paternidad de Dios evocaba también una atención especial y una relación de protección de frente a aquellos que necesitaban ayuda y cuidado. Los profetas muestran la predilección de Dios por los pobres, los pecadores, los huérfanos y las viudas, en una palabra por todos aquellos que sólo podían esperar la salvación de la intervención amorosa del Padre que se preocupa más por los hijos desprotegidos y abandonados por los demás.
Con frecuencia se hacen objeciones a la presentación de Dios como padre. Estas surgen desde el psicoanálisis freudiano o por las diferentes experiencias paternales en el mundo de hoy a causa de la inestabilidad de los hogares modernos. Para Freud, el dios-padre es el fantasma del hombre-niño que no se atreve a afrontar la realidad; por otra parte, a pesar de que nuestra sociedad aún conserva sus tradiciones familiares, se encuentran ya niños que no tienen una imagen del padre, y para otros esta imagen es muy negativa.
Los intentos de respuesta a estas cuestiones han sido numerosas. Muy conocida es la de la analogía que se da cuando se afirma que Dios es padre: uno sabe por experiencia lo que es un padre, pero al llamar padre a Dios también uno es consciente de que Dios es Padre de un modo radicalmente distinto al padre humano. Desde la psicología, Vergote, da también una respuesta:
Dios se presenta en efecto con las mismas cualidades que el padre: autor de una ley moral, formulada negativamente en razón de la exigencia de espiritualización que contiene; modelo y santidad a imitar; y en fin, providencia por la donación de una promesa que orienta al hombre no ya hacia el paraíso arcaico de sus deseos, sino hacia una felicidad final, culmen de la espiritualización humana.
Sin embargo, la respuesta definitiva a la crítica freudiana, y a cualquier otra crítica, está en la experiencia de Jesús de Nazaret. Se hablará de ella en el capítulo que trata sobre el Dios de Jesucristo.
En muchas ocasiones se invoca a Dios Padre cuando un sufrimiento o una experiencia dolorosa nos acosa, con la seguridad de encontrar en él un refugio y un consuelo. Pero, en la alegría y el gozo también debe dirigirse la mirada a ese Dios Padre que creó al hombre para verlo feliz, y que como Padre amoroso se alegra con nuestras alegrías y goza viendo nuestra felicidad. De otra manera la relación con Dios lo convierte en un "tapahuecos", a quien sólo se acude cuando se necesita.
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